Suelo guardar billetes. Como no sirven ni para hacer fuego ni para escribir sobre ellos, solo los junto. Tampoco se los usa para rellenar colchones o almohadas: sus esquinas puntiagudas no provocan comodidad, sensación tan escasa por estos días. Tenerlos en fardos, a veces ordenados por color, otras por monto, otras desordenados, me hace recordar aquel tiempo añejo en que estos papeles —en realidad son polímeros, pero se entiende el punto— tenían valor o, mejor dicho, les otorgábamos valor. Recuerdo aquel artefacto que usábamos para contarlos. El sonido especial que emitía. No era una simple máquina: era el alma del banco. Porque, hasta cierto punto, los billetes empezaron a ser un elemento extraño. Su aparición se volvía un evento especial. Me emocionaba, pero me angustiaba. ¿De dónde provenían estos grandes fardos? Me preguntaba cuando alguien llegaba con mucho efectivo. Teníamos un protocolo para esos casos. También recuerdo a los ancianos que llegaban con sus billetes muy apretados en un bolso o en una billetera. Me emocionaba porque su textura y su tibieza, por el resguardo de quienes los traían, me hacía sentir el dinero como un ente vivo y porque me conectaba con la persona que depositaba en mí una confianza que no podría existir entre dos desconocidos fuera de ese lugar. El banco, en ese caso, era como un espacio sagrado, un espacio de recogimiento, de seguridad espiritual. Y el artefacto que contaba los billetes, ese sonido suave, persistente, era como la música de las esferas, era la certeza y lo absoluto, daba paz y nos hacía respirar con un alivio matemático, pitagórico, a la vez que físico, concreto. Lo era todo. Por el contrario, no me gustaba el silencio artificial de las billeteras digitales, del pago sin contacto con tarjetas de crédito, de la transferencia electrónica. Ahora pienso que esa repulsión era, en realidad, desconfianza. Al final, fue lo que primero cayó. Mucho después fueron los billetes. Cómo quisiera tener aquí, ahora, un artefacto como aquel. Su sonido aliviaría mucho mi carga. Podría transportarme a otro lugar, uno donde haya algo más que solo pájaros y árboles, por ejemplo, ese casino frío y deslucido donde almorzaba unos fideos a medio calentar mientras leía apurado a [...] y me imaginaba que podría llegar a escribir o incluso a publicar, pero eso de publicar, bueno, me parece que cualquiera lo podía hacer. Ya ni sé cómo fue que terminamos así, solo sé que cuando todo colapsó tuve que escapar. Mis manuscritos, los archivos Word y los impresos con mis correcciones quedaron allá.