Anoche la dueña de la pensión me comentó que el viejo de la parcela 2 es escritor. En realidad, no lo dijo en presente, dijo algo como que «escribió libros», así, en pasado. Quizá en mi cabeza tuve el deseo de que fuera escritor, esa categoría que se superpone a la mera escritura de libros, porque libros, hasta no hace mucho, los podía escribir cualquiera. En los últimos años ese mercado mostraba claros signos de decadencia. De las editoriales brotaban y brotaban publicaciones que nacían podridas, agrias o que no servían ni para sembrar algo nuevo y radical. La crítica de mayor renombre en ese entonces, que comentaba libros en un pasquín de farándula y a la que leía todos los viernes religiosamente durante mi hora de colación, ya lo advertía. Llegó a decir que el exceso de generosidad impedía que el ejercicio de la escritura fuera de verdad un ejercicio, que el «ombliguismo» tenía más de autofelatio que de autoficción, que el lugar común y el cliché le atrofiaban el cerebro, etc. Fui testigo de su último texto, una autocrítica sobre su rol como crítica. Dijo que al cabo de los años leer le trajo pérdida de la visión y una escoliosis brutal que terminó por postrarla. «El peso de la literatura —escribió— me cayó encima como un aguacero en invierno». Desafortunado final para alguien a quien admiré. Añadió que ya no había gusto y que cada obra que leía parecía una mala imitación de la anterior. Como yo tampoco era un buen lector y solo entendía la pose literaria desde este tipo de textos, asumí que todo era cierto. Incluso llegué a creer que el mal tuvo algo de culpa. Porque lo noté en el comportamiento de los pájaros y me imaginé que también pasó entre los escritores —o entre los que escribían libros—. Quizá el mal los hizo perder el gusto y otros sentidos, los doblegó al punto de dejarles la nariz pegada al ombligo. El mal está en todos, pensé. Cuando dije esto en voz alta, la señora de la pensión me tapó con las sábanas mientras se reía. Le pregunté si sabía un poco más de él, del escritor de la parcela 2. Me dijo que salía poco, que el panadero le llevaba una bolsa todas las mañanas y que, como yo ya sabía, ella le llevaba algunos tomates dos veces al mes, pero que no hablaban. Dijo que usaba unos lentes de sol y a ella le daba la impresión de que le miraba las tetas cada vez que iba. Casi de manera automática se las miré. De nuevo, de un salto, me tapó con las sábanas.