odnuris

AMB/c15d/(CC BY-SA 4.0)

Cuando conocí a Leonora Speyer lo hice convencido de que alguna vez, al igual que ella, estuve largo rato con la vista perdida en el cielo, atento a esos breves puntos que zigzagueaban formando imaginarias líneas rectas y quebradizas. «They dash against the air». Ese ‘dash’ ilumina con precisión el movimiento de las aves en las que ella y yo coincidimos. Aves migratorias, a pesar de su aparente fragilidad. Por qué no decirlo: uno migra porque espera huir de cierta vulneración, porque busca en otro espacio la calidez perdida del anterior.

And then, As if frightened at the earth’s nearness, They seek the high austerity of evening sky And swirl into its depth.

Por la ventana de mi pieza alcanzo a ver una hilera de árboles caducifolios gracias a los cuales sostengo el paso de las estaciones. Son estos, y no las aves migratorias —ya torcidas sus trayectorias a causa de ese mal que las mantiene sedentarias—, el cimiento actual del mundo. En realidad, digo «mundo» por costumbre, como vestigio o testimonio fósil de la grandilocuencia con la que nos criaron. Son el cimiento de este pueblo, al menos. La caída de sus hojas anticipa la llegada del frío, pero las golondrinas ya estaban aquí desde antes. Los lugareños suelen decir que llevan unas cuantas primaveras sin moverse, y que sus trinos y vuelos perdieron la belleza de antaño. Discrepo de la última afirmación. He vivido entre ellos algo más de dos ciclos y nada me gusta más que verlas rasar los sembradíos, segar el rumbo, cazar polillas, recogerse y alzarse. En secreto, me reconforta imaginar que nos parecemos en eso: en que caímos sedentarios sobre esta tierra por causa de un mal.

Odnuris es un pequeño pueblo que queda al sur de [...]. De la poca gente que vive aquí, solo un par de personas, creo, sospechan algo de lo que hacía antes del colapso. Una de esas personas es el viejo de la parcela 2, la que, según me ha indicado la dueña de la pensión, fue de las primeras en instalarse, hace ya muchos años. En realidad, el pueblo no tuvo nombre ni existió como tal sino desde la crisis. En esa época, un grupete de neocolonos citadinos se asentó entre las parcelas 1 y 2 e inauguró la primera «avenida» —así la llamaron, aunque, hasta ahora, no es más que una angosta faja de tierra llena de hoyos y un barrial en invierno—, la primera plaza y, en medio, plantaron un manzano, cuya copa alcanzo a ver desde mi pieza. Después, como si necesitaran resguardar los bordes de la «avenida», pusieron, a cada lado, plátanos orientales y álamos. A partir de esto, entre los socios fundadores se generó cierto debate al respecto: unos, aquellos de espíritu bucólico, señalaron que se hizo así para evitar que el viento del norte secara los sembradíos; otros, quizá los más urbanos, me cuenta la dueña de la pensión, se aventuraron a decir que era el justificativo perfecto para bautizarla como «alameda»; solo algunos pocos cosmopolitas esbozaron la palabra «bulevar», sin éxito. El resto, a esa faja de tierra la llamamos «la calle».

La pensión donde me alojo tiene un huerto en el patio trasero. Cuando acerco mi mejilla a la ventana alcanzo a ver uno de sus extremos que está junto a un ciruelo. Hace algunos días, de ese árbol he visto bajar a una cría de zorzal junto a su madre, la que le enseña a buscar alimento. Al ave pequeña le faltan las plumas de la cola, por lo que presenta algunas dificultades para salir del nido y volver a subir. La madre es la que baja primero y llama a su pequeño con trinos. Lo he visto bajar y abrir la boca, como si esperara la comida servida. Luego, ella baja la intensidad del sonido a uno más suave y breve, y empieza a picar la tierra. Después hace un gesto con su cabeza, como si demandara a su cría a imitarla. Hace un tiempo, la dueña de la pensión me pidió que bajara cada mañana a la huerta a cosechar los tomates maduros para el desayuno. Una de esas mañanas me encontré de frente con la cría de zorzal. Me sorprendió verla acercarse, mover la cabeza, apenas escondida entre matorrales y lechugas. Pareciera anhelar el desafío, incluso exigirlo. Entonces, reconocí el llamado de su madre, el mismo que hacía para invitarla a comer, solo que el sonido era más intenso y reiterado, casi un chillido. Logré verla en una de las ramas del ciruelo. Saltaba y se movía de un lado para el otro. La cría titubeaba, avanzaba y retrocedía, hasta que su madre bajó y, con ruidos, logró que el ave pequeña se le acercara dando saltitos. Después de recoger los tomates, miré al árbol. Estaban los dos juntos, ala con ala casi. El pequeño comía del pico de su mamá. Me imaginé que quizá esa era la recompensa por haber seguido las indicaciones. Una recompensa por aprender a sobrevivir.

Una de las esquinas de mi pieza está atravesada de suelo a techo por el tubo de la estufa que se encuentra en el primer piso, sin embargo, la calefacción a leña no es suficiente. Debo arroparme con mantas, chalecos y una chaqueta de los años en que trabajaba para el banco. Mi cama es un colchón en el suelo hecho de sacos de papas o harina que la dueña de la pensión convirtió en sábanas o cobertores y que rellenó con algodón sintético o jirones de ropa vieja. Además, tengo cajones de manzana vacíos que utilizo como asiento, mesa de comedor o escritorio. A veces me da por imaginar que soy un personaje de Dostoievski, el más miserable —ahora recuerdo solo a Raskolnikoff—, y que estamos a fines del siglo XIX, y que estamos a la espera de una gran revolución, una mayor a la que nos aisló en pueblos como este, una que quiebre de manera definitiva al sistema, y ya no viviríamos en pensiones, sino en cuevas, y el papel que usamos para escribir lo utilizaríamos para hacer fuego en invierno. Otras, en esto suelo pensar con mayor frecuencia, imagino que soy uno de los cinco o seis tordos que, después de la lluvia y frente a mi ventana, pican y escarban la corteza de los árboles para buscar bichos y gusanos. Su forma y color me evoca al cuervo grande. «Los tordos —escribí alguna vez— son como pequeños y delicados cuervos; su canto meloso habría inspirado una emoción por completo diferente en Poe».

Tengo un cajón vacío que uso como mesa donde puedo avanzar en mis manuscritos, pero la humedad daña los papeles que he podido reunir y cuesta escribir en ellos. En la necesidad de secarlos, al lado del tubo de la estufa, he perdido varios a causa del calor. Incluso, por el afán de guardar los textos bien secos y que no se llenen de hongos, he quemado algunos muy valiosos. La falta de papel me obliga a buscar en mis libros aquellas páginas vacías o a medio imprimir; también, hojas sueltas o servilletas usadas, y me conseguí una carpeta de cartón para guardarlas, pero, como ya dije, se humedecen y se dañan. De los libros que alcancé a traerme, solo dos o tres se mantienen intactos, los otros sufren lo mismo que mis papeles. Uno de estos es Crimen y castigo de la editorial Olimpo (sin nombre de traductor, impreso en febrero de 2002). Varias manchas de humedad han dañado el pasaje en que el protagonista sueña la paliza que un grupo de campesinos propinó a un caballo de carga, en el capítulo cinco de la primera parte, páginas 57 a 68. Además, de este ya he quitado la portadilla, la última página de la biografía y he escrito algunas ideas en los anversos de la cubierta. En una de ellas escribí: «toda persona en su vida debe hacer lo siguiente: plantar un árbol, tener un hijo, escribir un libro y asesinar a alguien»; ahora recuerdo otra, aunque perdida, que dice algo como «el peuquito reposa hasta que el cese de la lluvia le permita maniobrar». También, copié un fragmento de un poema de Mistral, en la época en que había conocido a Leonora Speyer:

Yo no quiero que a mi niña golondrina me la vuelvan; se hunde volando en el cielo y no baja hasta mi estera; en el alero hace el nido y mis manos no la peinan Yo no quiero que a mi niña golondrina me la vuelvan.

Recuerdo esa noticia de las bandadas de aves que empezaron a anidar en las pistas de despegue y aterrizaje de aeropuertos. El mal las desorientaba, pero en ningún momento alguien pudo explicar por qué aquella desorientación las llevaba a ese lugar a compartir nido con esos «pájaros de acero». Tarde, por cierto, las aerolíneas y las concesionarias de los aeropuertos entendieron que debían actuar. En distintos lugares aplicaron soluciones tan variadas como ocurrentes. Por supuesto, lo primero fue la disuasión: recuerdo que utilizaron un mecanismo de ondas sonoras que ayudaban a despejar las pistas. El problema fue que las aves no se alejaban por mucho tiempo —tenían sus huevos allí y no los iban a dejar solos—, pero también esas ondas afectaban a pasajeros y personal. Después vino la coerción: echaban veneno con alpiste, trajeron depredadores para controlar «la plaga» —así se le conoció en los medios, no faltó el toque bíblico en algunos matinales—, a veces fumigaban con no sé qué tipo de polvo amarillo. Medidas desesperadas que empeoraron la situación: serpientes y aves de rapiña atacaron al personal en la losa, algunos intoxicados por efecto de los químicos y, claro, las aves parecían aumentar en número. Al final, llegó la masacre: destrucción de los nidos, muerte de polluelos y aves mayores. Pretendían exterminarlas, simplemente. Algunas organizaciones animalistas entraron en la trifulca contra la matanza. Contrario a lo que, asumo, imaginaron los ideólogos de estas soluciones, las aves no se alejaron. Más y más pájaros de toda clase se asentaron en aeropuertos y, poco a poco, los despegues y aterrizajes fueron disminuyendo. Los primeros accidentes ocurrieron, lejos de todo pronóstico, a causa de balazos descargados por algunos entusiastas que llegaban a cazar aves y así contribuir con el despeje de pistas. Ni esto impidió su aumento. Al cabo de unos meses, varios vuelos reportaron bandadas de aves en las rutas aéreas. Muchas entraban de manera directa en las turbinas y hacían caer los aviones. El mal hizo de las aves, antes cautelosas, ahora temerarias.

Los tordos son como pequeños y delicados cuervos; su canto meloso habría inspirado una emoción por completo diferente en Poe. Escurridizos y ansiosos, suelen pelearle a los zorzales y gorriones las semillas o gusanos de la tierra, pero solo a ellos los he visto depredar cada tronco después de las lluvias. Durante el aguacero, suelen descansar. El tamaño del tordo lo vuelve presa fácil para el peuquito que vive en el pueblo. Es nuestra ave rapaz. Me sorprende que los socios fundadores no la hayan utilizado como modelo para una bandera o un escudo, esas cosas que a ellos les gustan. También reposa cuando llueve. Sabe que no puede maniobrar sino hasta que pare. No lo he visto cazar otras aves o ratones, pero asumo que una presa de ese tipo lo dejará satisfecho por varias semanas. Distintas son las otras rapaces que he visto, menos frecuentes por aquí, pero que suelen deambular cada cierto tiempo: un halcón peregrino y un águila mora. Esta última apareció un par de veces. La primera no la vi cazar, pero la señora de la pensión mencionó que había agarrado a un zorzal en pleno vuelo. No sé cómo ella, o quien haya sido, pudo ver esto. La última vez, varios fuimos testigos de su ataque. La encontramos arrastrando a un pequeño perro, el Chimbo, que ya estaba muerto cuando llegamos. Era la mascota de la señora Elsa, la que tiene una guagua de menos de un año, la única guagua del pueblo. Escuché decir a un lugareño que esta águila lo más probable es que agarró al perrito en uno de esos vuelos rasantes, lo subió hasta una altura considerable y lo dejó caer. Así, muerto por esta causa, era más sencillo comerlo o llevarlo a su nido. La señora Elsa, con su pequeño en brazos, corrió donde el Chimbo y quiso arrebatárselo al ave, pero se lo impedimos a tiempo. El águila, esto no lo olvidaré, extendió sus alas y estuvo varios segundos mirándola, inmóvil. Luego, no sin dificultad, pudo emprender el vuelo con el Chimbo, descuartizado y sangrando, entre sus garras.

Anoche la dueña de la pensión me comentó que el viejo de la parcela 2 es escritor. En realidad, no lo dijo en presente, dijo algo como que «escribió libros», así, en pasado. Quizá en mi cabeza tuve el deseo de que fuera escritor, esa categoría que se superpone a la mera escritura de libros, porque libros, hasta no hace mucho, los podía escribir cualquiera. En los últimos años ese mercado mostraba claros signos de decadencia. De las editoriales brotaban y brotaban publicaciones que nacían podridas, agrias o que no servían ni para sembrar algo nuevo y radical. La crítica de mayor renombre en ese entonces, que comentaba libros en un pasquín de farándula y a la que leía todos los viernes religiosamente durante mi hora de colación, ya lo advertía. Llegó a decir que el exceso de generosidad impedía que el ejercicio de la escritura fuera de verdad un ejercicio, que el «ombliguismo» tenía más de autofelatio que de autoficción, que el lugar común y el cliché le atrofiaban el cerebro, etc. Fui testigo de su último texto, una autocrítica sobre su rol como crítica. Dijo que al cabo de los años leer le trajo pérdida de la visión y una escoliosis brutal que terminó por postrarla. «El peso de la literatura —escribió— me cayó encima como un aguacero en invierno». Desafortunado final para alguien a quien admiré. Añadió que ya no había gusto y que cada obra que leía parecía una mala imitación de la anterior. Como yo tampoco era un buen lector y solo entendía la pose literaria desde este tipo de textos, asumí que todo era cierto. Incluso llegué a creer que el mal tuvo algo de culpa. Porque lo noté en el comportamiento de los pájaros y me imaginé que también pasó entre los escritores —o entre los que escribían libros—. Quizá el mal los hizo perder el gusto y otros sentidos, los doblegó al punto de dejarles la nariz pegada al ombligo. El mal está en todos, pensé. Cuando dije esto en voz alta, la señora de la pensión me tapó con las sábanas mientras se reía. Le pregunté si sabía un poco más de él, del escritor de la parcela 2. Me dijo que salía poco, que el panadero le llevaba una bolsa todas las mañanas y que, como yo ya sabía, ella le llevaba algunos tomates dos veces al mes, pero que no hablaban. Dijo que usaba unos lentes de sol y a ella le daba la impresión de que le miraba las tetas cada vez que iba. Casi de manera automática se las miré. De nuevo, de un salto, me tapó con las sábanas.

Suelo guardar billetes. Como no sirven ni para hacer fuego ni para escribir sobre ellos, solo los junto. Tampoco se los usa para rellenar colchones o almohadas: sus esquinas puntiagudas no provocan comodidad, sensación tan escasa por estos días. Tenerlos en fardos, a veces ordenados por color, otras por monto, otras desordenados, me hace recordar aquel tiempo añejo en que estos papeles —en realidad son polímeros, pero se entiende el punto— tenían valor o, mejor dicho, les otorgábamos valor. Recuerdo aquel artefacto que usábamos para contarlos. El sonido especial que emitía. No era una simple máquina: era el alma del banco. Porque, hasta cierto punto, los billetes empezaron a ser un elemento extraño. Su aparición se volvía un evento especial. Me emocionaba, pero me angustiaba. ¿De dónde provenían estos grandes fardos? Me preguntaba cuando alguien llegaba con mucho efectivo. Teníamos un protocolo para esos casos. También recuerdo a los ancianos que llegaban con sus billetes muy apretados en un bolso o en una billetera. Me emocionaba porque su textura y su tibieza, por el resguardo de quienes los traían, me hacía sentir el dinero como un ente vivo y porque me conectaba con la persona que depositaba en mí una confianza que no podría existir entre dos desconocidos fuera de ese lugar. El banco, en ese caso, era como un espacio sagrado, un espacio de recogimiento, de seguridad espiritual. Y el artefacto que contaba los billetes, ese sonido suave, persistente, era como la música de las esferas, era la certeza y lo absoluto, daba paz y nos hacía respirar con un alivio matemático, pitagórico, a la vez que físico, concreto. Lo era todo. Por el contrario, no me gustaba el silencio artificial de las billeteras digitales, del pago sin contacto con tarjetas de crédito, de la transferencia electrónica. Ahora pienso que esa repulsión era, en realidad, desconfianza. Al final, fue lo que primero cayó. Mucho después fueron los billetes. Cómo quisiera tener aquí, ahora, un artefacto como aquel. Su sonido aliviaría mucho mi carga. Podría transportarme a otro lugar, uno donde haya algo más que solo pájaros y árboles, por ejemplo, ese casino frío y deslucido donde almorzaba unos fideos a medio calentar mientras leía apurado a [...] y me imaginaba que podría llegar a escribir o incluso a publicar, pero eso de publicar, bueno, me parece que cualquiera lo podía hacer. Ya ni sé cómo fue que terminamos así, solo sé que cuando todo colapsó tuve que escapar. Mis manuscritos, los archivos Word y los impresos con mis correcciones quedaron allá.